lunes, 27 de julio de 2015

El Puente de la Libertad

Moissa, Keita y Amadou son tres niños risueños de Tamaransy, una aldea humilde de 80 habitantes al borde de la carretera, que se ha convertido en el pueblo más famoso de la región por agregar en cuestión de días 20 casos de ébola.

Tamaransy se nos escapaba de las manos, pues dada la facilidad de tránsito y de acceso corría el riesgo de diseminar la enfermedad por toda la región. Tanto es así que después de hacer un buen despistaje de enfermos y sanos se decidió someterlos a un confinamiento y una vigilancia activa durante tres semanas para monitorizar a todos los contactos.

Desde el decreto de “cerclage”, Tamaransy se ha convertido en un experimento y una atracción para las agencias internacionales. Para mí es también el paradigma del sistema de ayuda internacional, un monstruo pesado que consigue una cierta eficacia a costa de una ineficiencia absoluta. Tengo la imagen de un tanque enorme con un pequeño grifo al fondo, al que se vierte agua a chorro y del que la mayoría desborda por los costados. Pero al menos, si abrimos el grifo, podemos ver cómo van cayendo gotas, gotitas que hacen crecer brotes de esperanza.

En Tamaransy se iban dejando caer esas gotitas. Cada mañana aparcaban en sus puertas varias decenas de furgonetas con distintos propósitos. El Programa Mundial de Alimentos les obsequiaba con sacos de arroz, el Gobierno Americano con tanques para clorar el agua, Unicef hacía labores de sensibilización, la Cruz Roja les daba una pastilla de cloro en mano y la OMS termoflasheaba a los niños antes de entrar las colegio. También se ha incluido en el ensayo vacunal a contactos de alto riesgo y los políticos locales han encumbrado sus discursos en la plaza del pueblo rodeados de cámaras, manteniendo siempre los dos metros de seguridad. Incluso se ha llevado a cómicos que los han hecho reír y el Presidente de la República ha tenido la gentileza de cruzar su carretera a la velocidad del rayo. La ceremonia de acogida de los supervivientes ha sido apoteósica, plagada de discursos y de fotos a ocho mujeres y un hombre sentados en fila, cada uno con un kit de víveres de recuerdo. Una maquinaria ingente de recursos, y unas pocas gotitas, gotitas de recompensa.

No sé cómo habrán vivido los niños el paso de estas semanas, pero yo siempre los he visto risueños, esperando su disparo antes de entrar a clase. He querido visitarlos ahora que ha terminado el confinamiento. 

Al llegar veo cómo las furgonetas y sus logos  han desaparecido, no se oye ni un ruido y las vendedoras de anacardos vuelven a poner sus puestos al borde de la carretera esperando que a algún conductor de paso le entre el gusanillo. Moissa, Keita y Amadou siguen teniendo el tanque de agua clorada de USAID como alfombrilla de bienvenida. Sonríen y me hacen fotos con sus teléfonos nuevos. Han terminado las clases con buenas notas. 



Pido permiso a sus padres para que me enseñen el río y al dar su consentimiento se les enciende la mirada. Me llevan corriendo de la mano. Me encanta verlos con las camisetas de sus ídolos deportivos, flaquitos y sin miedo. Les pregunto si quieren ser futbolistas y me dicen que no, que los tres quieren ser artistas.


Al llegar al borde del río paran en seco y me miran como esperando mi aprobación. On peut traverser? Claro que sí, me río. Me quedo un poco por detrás. Me siento también como una niña.


Cruzamos contentos, dando saltos, dejando que las gotitas de agua dulce nos mojen la cara y esperando que al otro lado del Puente de la Libertad encontremos, frondoso, el camino de nuestros sueños. 

jueves, 23 de julio de 2015

La estrella de Dabis

Dabis es un pequeño pueblo de la forêt guineana, con casitas redondas de adobe y tejados de paja, donde la risa de los niños inunda cada rincón y las gallinas y los cabritillos se sientan a la mesa como un miembro más de la familia. Dabis nos ofrece una imagen anacrónica, de túnel del tiempo, de portal de Belén.

Cada vez que entro en el pueblo siento como si profana un templo. Hay algo místico en lo que ha ocurrido aquí. Algo a la vez interno y lejano que ha roto en pedazos su equilibrio natural. Por un lado, el ébola con su hoz en mano ha ido a tocar la cabeza de cada una de las mujeres de la familia del Iman. Por otro lado, una horda de extraños y extranjeros hemos invadido su quietud con nuestro arsenal preventivo y curativo.

Dabis me ha hecho reflexionar mucho. Pienso que sin la ayuda externa ese pequeño pueblo podría haber perdido todos sus habitantes, y soy consciente de que para detectar, diagnosticar, tratar y controlar una epidemia que afecta a los más humildes necesitamos la tecnología más puntera y un arsenal de recursos materiales y personales que no están a su alcance. Pero también me hace daño nuestra irrupción, apabullante y unidireccional. Pienso en cómo hemos arrancado del seno familiar, uno a uno, a la mayoría de miembros de una familia, cómo los han visto marchar enfermos y no volver nunca, cómo no han podido abrazarlos en su lecho de muerte y honrarlos en un funeral digno, y cómo les dejamos las migajas de nuestro rescate: unos sacos de arroz y de legumbres, unos botes de lejía y una telas de colores.

Tengo grabada en el pecho la imagen de la tristeza de África, la tarde en que tuvimos que darles la noticia de que todas sus hijas y nietas habían fallecido en el Centro de Tratamiento. Entramos en su parcela con nuestra gran furgoneta después haber saludado a varias decenas de niños risueños que encontramos por el camino. El imán y su esposa, dos abuelos enjutos, estaban solos, en completo silencio, sentados a la entrada en dos taburetes de madera. Nunca había visto a nadie llorar en África. La abuela se secaba las lágrimas en silencio y el abuelo tenía las cuencas de los ojos tan profundas que las lágrimas no le caían sino que le formaban charcas. Nos sentamos en círculo y compartimos su silencio. En ese momento me dije que tenía que intentar captar toda esa energía y convertirla en algo bello en el futuro, pero solo me inundaba la tristeza.

He vuelto hace unos días, para decirles que habíamos acabado el periodo de vigilancia y podíamos dejarles continuar con sus vidas. Afortunadamente les quedan nietos sanos que la abuela sostiene en el regazo. Pienso que me gustaría hablarles, que tal vez les gustaría hablarme, pero al mirar al rostro del iman, viejo y sabio, me siento avergonzada.

Entonces nos dan una lección de amor. Nos ofrecen asiento y hablan mucho, en su lengua. Mis amigos traducen y yo también les hablo. Hablamos de la vida que es única, magnífica e irrepetible. Hablamos de la muerte, que es única, magnánima e irrefutable. Hablamos de Dios, y puedo entender a Dios en sus palabras. Hablamos de los hombres y me siento humana. Hablamos de colores y me siento un arco iris. Hablamos de la paz, en paz, y los siento tan sabios que me siento sabia. Nos dan las gracias y yo no sé cómo agradecérselo.

No encuentro las palabras para describir ese instante de sabiduría y quietud, pero para mí se hizo la luz.
Desde entonces, Dabis tiene una estrella en el firmamento. Y cuando me pierda en mis cifras, en mis incertidumbres y mis incógnitas, en mis contradicciones y mis temores, cuando no encuentre el camino entre las tinieblas del alma, miraré hacia arriba, miraré hacia África, y me dejaré guiar por mi estrella de Dabis.






domingo, 12 de julio de 2015

Termo Flash



Hace varios días que aterricé en Guinea para trabajar como epidemióloga en la respuesta frente al virus del ébola. Desde que he llegado no dejo de preguntarme por qué esta maldita epidemia parece no tener fin y por qué lo veo todo cada vez más difícil cuando aparentemente no tiene vuelta de hoja: sumar, restar, discutir, consensuar, actuar, controlar.

Esta imagen presenta un proceso sencillo de vigilancia epidemiológica (he preferido no publicar la fotografía original y agradezco al delineante que haya captado la esencia de la imagen). La clave del proceso es el Termoflash, ese aparato que mide de forma instantánea la temperatura. Vemos cómo se utiliza con los contactos recientes de un caso de ébola, a los cuales intentamos detectar síntomas de forma temprana para poder clasificar e idealmente tratar, pero sobre todo para evitar el contagio de otros potenciales contactos. Aparecen los agentes comunitarios que se involucran en el proceso de medición y seguimiento, permitiendo así una mayor aceptación social del mismo y un empoderamiento de la población vulnerable. Alrededor, diferentes organizaciones internacionales brindan su apoyo, supervisan e invierten dinero, mucho dinero, en la lucha contra la epidemia.

No entiendo por qué, estando todo aparentemente tan claro y definido, me siento frente a las piezas de un rompecabezas imposible. Como vengo de otros mundos, me digo, no entiendo nada o creo que no entiendo nada, pero cada noche me acuesto bajo una mosquitera inundada de desazón. 

Hasta que hoy por la mañana he tomado esta fotografía.

Normalmente es difícil ver las cosas desde dentro. Sólo cuando te escapas detrás del escenario adviertes los matices. Entonces, la imagen se torna gris plomizo. Empiezo a ver cómo en el siglo XXI la lucha ya no es de acero. Cómo el primer mundo dispara perdigones de vida que en el trayecto entre la mano ejecutora y la bala se transforman, por un extraño mecanismo termo-regulado,  en medidores de angustia e incertidumbre. El arma es empuñada por un vecino del barrio, henchido de orgullo por haber ascendido a corneta a un módico precio. La escena es observada por vigilantes globales, que vienen a hacer alarde de la globalización y sus condolencias. Paradójicamente, el arma, que parece estar destinada a sanar, se utiliza para detectar y sentenciar enfermos. Estos proscritos, que han de resignarse a que un objeto de plástico determine su destino, viven con su carga, su culpa y su yugo entre disparo y disparo.

Esta arma con piel de cordero no está destinada a quitar la vida de un plumazo, pero ha creado el miedo y la desconfianza en una sociedad entera. Año y medio después del comienzo de La Epidemia, sigue inundado las calles, los pasos fronterizos y los controles de aeropuerto. Ha cohibido la libertad y aturdido el entendimiento. Ha cerrado fronteras, ha marcado a la gente como ganado y ha permitido también la evacuación de unos pocos con la suerte de tener un pasaporte distinto. Poseer una hace sentir nuestra casa un poco más protegida, sentirla contra la sien nos hace más conscientes de nuestra vulnerabilidad.


Esta arma es un símbolo de la sociedad de hoy, mucho más compleja y más sibilina en sus mecanismos de presión social. Un inteligente y cruel instrumento del que se sirve el cobarde que mueve los hilos en la sombra, porque va más allá de la razón, porque nos hace ignorar con quién estamos luchando, porque nos hace creer que el enemigo está dentro.