El ensayo de Bauman que he estado leyendo esta
semana me ha resultado verdaderamente esclarecedor. Me ha ayudado a entender
por qué pisamos constantemente suelo resbaladizo, estamos impregnados de una
materia viscosa, perpetuamos los resbalones y nos aferramos a cualquier pequeño
escollo a las orillas de la frustración.
La vida es líquida. Se ha licuado como los
cascotes polares, como los arroyuelos en la primavera. Se desvanece antes de
poder asirla.
La sociedad moderna líquida es aquella en que las
condiciones de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se
consoliden en unos hábitos y en unas rutinas determinadas. Los logros individuales no pueden solidificarse
en bienes duraderos porque los activos se convierten en pasivos y las
capacidades en discapacidades en un abrir y cerrar de ojos.
La vida líquida es precaria y vivida en condiciones
de incertidumbre constante. Constituye una permanente sucesión de nuevos
comienzos. No puede detenerse. Se engulle a sí misma. Implica modernizarse o
morir. Comer o ser comido.
La modernidad líquida es como un barco a la
deriva, un constante viaje en arenas movedizas. El éxito pasa por la aceptación
de la desorientación, la inmunidad al vértigo y la adaptación al mareo, la
tolerancia a la ausencia de itinerario o de dirección y lo indeterminado de la
duración del viaje.
En este país, líquido, la lealtad es motivo
de vergüenza. Desaparecen las utopías centradas en la sociedad. No tienen
cabida los mártires ni los héroes. Se centra en el individuo y en el presente degradando
los ideales de "largo plazo" o de “totalidad".
No crea expectativas, ni punto final, ni misión.
En esta ciudad, líquida, nadie puede eludir ser
objeto de consumo. El consumismo se alimenta de la insatisfacción del Yo
consigo mismo. La satisfacción es efímera, dando lugar a nuevas necesidades,
deseos y carencias.
Así, permite la mercantilización, privatización y
comercialización del arte, de la educación y de la cultura, produciendo un estado de permanente
ignorancia, creando un saco de conocimiento donde ir reponiendo y desechando
conjeturas. Prima la destrucción
creativa, hasta convertir a la industria de eliminación de residuos en el
bastón de mando de la economía.
En esta estancia, líquida, la felicidad se ha
convertido también en bien de consumo. Compro ambiciones, sueños y quebrantos
a golpe de tarjeta. Satisfacerme se reduce a una descarga endorfínica y
enamorarme a una mera excreción de oxitocina.
Corro cuanto puedo para permanecer en el mismo sitio, arrastrada por una corriente que no me permite el avance.
Me pierdo. Me revuelvo. Me dejo engullir por las
fauces marinas. Me sumerjo. Me ahogo.
Ahora entiendo por qué nunca me gustó nadar.