Pequeño
receso en mi actividad laboral. Ha sido un día duro. Tengo los ojos
cansados. El cuello rígido. La cabeza en pleno punto de ebullición. Mi
corazón late impetuoso. Mis piernas tiemblan. Mis dedos desprenden
cationes. Tengo una media sonrisa dibujada en el rostro. Estoy
satisfecha.
Reposo.
Respiro hondo, sentada en la escalera verde de emergencias. A esa hora
de la tarde en que el sol reposa parsimonioso sobre el horizonte antes
de desmembrarse en un mar de colores. Esa hora quieta,
callada, sostenida. De una tarde indeterminada. En que ya ni un alma
recorre los pasillos, tan alejado el bullicio del mediodía. En que no
quema el sol, ni moja la lluvia, ni arrecia el viento, ni la bruma nubla
la vista, ni el rocío despereza los amaneceres. En que no amedrenta el
lúgubre susurro de la noche, ni deslumbra la virginidad de la aurora. Ni
transcurre el declinar del otoño, ni el reposar del invierno, ni el
florecer de la primavera (en que las plantas me olían a semen). Ni
siquiera se oye el silencio.
Es esa hora sola, incandescente y turbia.
Donde no se siente nada. Absolutamente nada. Donde te preguntas si acaso
estás viva (¿no parece la única justificación de la existencia la
caricia de Meteo sobre la piel?). En ese momento justo, casi intangible,
la materia entera se diluye. Soy Átomo y Universo. Dios y Ausencia.
Recuerdo
México, esa hora de la tarde mexicana, en aquellos días, ni verdes, ni
azules, ni grises. Simplemente tibios. Recuerdo aquellas tardes en la
terraza de General Coronado, tras una larga dosis de soledad, un libro,
un café solo y un par de cigarrillos. Esa lucha a pecho descubierto con
la indeterminación. Esas tardes duras, voraces en su banalidad. En que
la falta de aprecio de las inclemencias del tiempo resultaba en el peor
de los desprecios. Aquellas tardes, infinitamente finitas, en las que
sólo sentía el no sentir, en las que sólo vivía al no vivir. Me
desesperaba esa perfección ostentosa. Chillaba y me revolvía deseando
que el fuego me abrasara, o el hielo me helara. Y no. Que el viento me
llevara en volandas o la lluvia me emparara de sueños. Y no. Que las
nubes borraran mi horizonte o la escarcha esclerosara mis entrañas. Y
no, no, no, no… Buscaba una justificación a la existencia. Y No. sólo
Tibieza, Olvido, Ausencia… ¡Diantres! Me pellizcaba para sentirme viva, y
ni entonces ni nunca lograba arrancarme del vacío.
Y
bien, ¡Cuán equivocada estaba!, mirando de repente al horizonte, la
quietud del paso de la vida, descubro que la esencia se encuentra en este instante. Aprovechando este preciso punto de equilibrio entre las
fuerzas que me descuelga de la materia… al no sentir mi cuerpo, me pregunto si
acaso no soy parte de esta herrumbre, de esa rosa, o de aquel estornino. Pienso, ¡Oh Dios, Laura!, no temas, apresúrate, abre esa puerta en el
epicentro del desorden ordenado, agarra el pomo, antes de que vuelva a
cerrarse en un torbellino de texturas y colores, aprende a bucear en
el vacío. Aprovecha estos momentos, para transmutarte, para sentirte
pájaro, o pez, o reptil, o árbol, o estrella… en este instante puedo
alargarme infinitamente, sobre un manto de tierra, de agua, de aire…,
hasta llegar a rozarlo con la punta de mis dedos. Hasta el fondo de mí y
de nuestro abismo.
En este instante robado al engaño del tiempo y del
espacio. Donde soy.
Simplemente Materia. Simplemente Espíritu. Simplemente Amor.