lunes, 28 de enero de 2013

Receso

Pequeño receso en mi actividad laboral. Ha sido un día duro. Tengo los ojos cansados. El cuello rígido. La cabeza en pleno punto de ebullición. Mi corazón late impetuoso. Mis piernas tiemblan. Mis dedos desprenden cationes. Tengo una media sonrisa dibujada en el rostro. Estoy satisfecha.

Reposo. Respiro hondo, sentada en la escalera verde de emergencias. A esa hora de la tarde en que el sol reposa parsimonioso sobre el horizonte antes de desmembrarse en un mar de colores. Esa hora quieta, callada, sostenida. De una tarde  indeterminada. En que ya ni un alma recorre los pasillos, tan alejado el bullicio del mediodía. En que no quema el sol, ni moja la lluvia, ni arrecia el viento, ni la bruma nubla la vista, ni el rocío despereza los amaneceres. En que no amedrenta el lúgubre susurro de la noche, ni deslumbra la virginidad de la aurora. Ni transcurre el declinar del otoño, ni el reposar del invierno, ni el florecer de la primavera (en que las plantas me olían a semen). Ni siquiera se oye el silencio. 
 
Es esa hora sola, incandescente y turbia. Donde no se siente nada. Absolutamente nada. Donde te preguntas si acaso estás viva  (¿no parece la única justificación de la existencia la caricia de Meteo sobre la piel?). En ese momento justo, casi intangible, la materia entera se diluye. Soy Átomo y Universo. Dios y Ausencia.

Recuerdo México, esa hora de la tarde mexicana, en aquellos días, ni verdes, ni azules, ni grises. Simplemente tibios. Recuerdo aquellas tardes en la terraza de General Coronado, tras una larga dosis de soledad, un libro, un café solo y un par de cigarrillos. Esa lucha a pecho descubierto con la indeterminación. Esas tardes duras, voraces en su banalidad. En que la falta de aprecio de las inclemencias del tiempo resultaba en el peor de los desprecios.  Aquellas tardes, infinitamente finitas, en las que sólo sentía el no sentir, en las que sólo vivía al no vivir. Me desesperaba esa perfección ostentosa. Chillaba y me revolvía deseando que el fuego me abrasara, o el hielo me helara. Y no. Que el viento me llevara en volandas o la lluvia me emparara de sueños. Y no. Que las nubes borraran mi horizonte o la escarcha esclerosara mis entrañas. Y no, no, no, no…  Buscaba una justificación a la existencia. Y No. sólo Tibieza, Olvido, Ausencia… ¡Diantres! Me pellizcaba para sentirme viva, y ni entonces ni nunca lograba arrancarme del vacío.

Y bien, ¡Cuán equivocada estaba!, mirando de repente al horizonte, la quietud del paso de la vida, descubro que la esencia se encuentra en este instante. Aprovechando este preciso punto de equilibrio entre las fuerzas que me descuelga de la materia… al no sentir mi cuerpo, me pregunto si acaso no soy parte de esta herrumbre, de esa rosa, o de aquel estornino. Pienso, ¡Oh Dios, Laura!, no temas, apresúrate, abre esa puerta en el epicentro del desorden ordenado, agarra el pomo, antes de que vuelva a cerrarse en un torbellino de texturas y colores, aprende a bucear en el vacío. Aprovecha estos momentos, para transmutarte, para sentirte pájaro, o pez, o reptil, o árbol, o estrella… en este instante puedo alargarme infinitamente, sobre un manto de tierra, de agua, de aire…, hasta llegar a rozarlo con la punta de mis dedos. Hasta el fondo de mí y de nuestro abismo. 
 
En este instante robado al engaño del tiempo y del espacio. Donde soy.

Simplemente Materia. Simplemente Espíritu. Simplemente Amor.

miércoles, 23 de enero de 2013

Fuentebella





En el alegre pueblo de Fuentebella toda la aldea despertaba con la música aguda del gallo cantor.

Fuentebella era un pueblito pequeño, donde había una abuela que ni para dormir se quitaba la sonrisa, una vaca que daba leche de sabor canela, un perro y un gato, que eran muy buenos amigos, una oveja con lanas de seda, un saltamontes verde como las hierbas del campo, dos hormiguitas negras y un gallo de roja cresta y de voz rojo pasión.

Cada mañana, al cantar el gallo, el pueblo se ponía en marcha. La abuela se levantaba y ordeñaba a la vaca con cuya leche preparaba un suculento desayuno. La vaca mugía despertando al perro y al gato, que entre bromas  y risas despertaban a la oveja, la cual era ordeñada después para preparar el mejor queso de la comarca. Al frescor de la leche acudía el saltamontes, que se pasaba el día brincando y brincando para poder observar todo lo que pasaba en el pueblo y cuando había visto lo ocurrido, se lo chivaba a las hormiguitas, que siempre eran las últimas en enterarse de todo.

La vida transcurría con tranquilidad en Fuentebella, entre el susurro de un viento suave y el calor de un sol radiante, hasta que un buen día apareció en la aldea un camión ruidoso y polvoriento, que ensordeció al saltamontes con el ruido del motor y cegó a las hormiguitas con el polvo de sus ruedas.

El conductor llamó a la puerta de la casa de la abuela, quien se encontraba preparando un queso delicioso:
-          Necesito un gallo de pelea y me han dicho que el canto de éste se oye cada mañana en toda la comarca. Estoy seguro de que con esa potencia vocal será aún mayor su fuerza física.

-          El gallo nos acompaña cada mañana -dijo la abuela- sin él no distingo el comienzo del día.

-          Podemos hacer un trato -propuso el comprador con una sonrisa contenida- le cambiaré el gallo por un aparato que la despertará sin falta todas las mañanas.

El comprador abrió una sucia maleta y le mostró un extraño aparato ovalado bordeado de números y con un par de agujas que formaban un ángulo variable:
-          Con esto no sólo sabrá cuándo ha de levantarse - sugirió con voz persuasiva- también le indicara la hora en cada momento, y así podrá planificar su día de trabajo.

La abuela observó el objeto extrañada. Su gallo cantor siempre le había sido fiel y su trabajo lo realizaba gustosa durante la jornada guiándose con la fuerza del sol hasta que desaparecía entre las montañas. Sin embargo,  persuadida y sobrepasada por la insistenciadel comprador, accedió al trato. Éste se llevó al gallo con aires de triunfador y dejó Fuentebella sumida en el silencio. A cambio, la abuela recibió una suculenta cantidad de dinero, que observó en la palma de su mano durante un minuto. Encogió los hombros y guardó la gran suma en el rincón más recóndito de su dormitorio.

Al anochecer, la abuela colocó el extraño objeto sobre la madera en la que siempre cantaba su gallo, en el centro del corral, y se acostó tranquila soñando con la voz con que la sorprendería su nuevo compañero al amanecer.

Sin embargo, a la mañana siguiente no cantó el gallo.  Permaneció mudo en el centro del corral, moviéndose sólo sus agujas, acompasadas, silenciosas, puntuales.

Al sol se le olvidó salir aquel día y la suave brisa se volvió perezosa. La abuela no volvió a despertarse y la vaca no dio leche en la mañana. El perro y el gato dejaron de jugar, la oveja de dar queso y el saltamontes perdió las ganas que dar brincos, pues no había nada interesante que observar y que contar a las hormigas, que se habían quedado ciegas y no volvieron a salir del hormiguero.

Aún es el día en que el tiempo pasa y pasa en Fuentebella, con la marcha exacta de una agujas que se van cubriendo de óxido, y el pueblo duerme y duerme, esperando  que el gallo cantor anuncie con voz limpia el comienzo de un nuevo día.

Pluma en mano

Pluma en mano,
el universo, infinito,
bajo mi puño.
Dentro del pecho, una estampida de estrellas.
La luna descolgada.
La ciudad dormida, envuelta en brumas.
Un quejido remoto
bajo las sábanas.
Un candil, encendido,
en el fondo de la almohada.
Y esa flor del vientre.
Le crecieron las espinas a mi flor.

Tras la lucha y la derrota,
la Soledad, me halló.
Dulce salvadora.
Hoy, no soy de nadie,
del viento y de la noche,
de las sombras que me buscan a escondidas.
Soy de aquel que no existe ,
de las guías de desvelos,
de la sonrisa sin dueño,
del cielo, cada mañana,
de las historias sin título,
sin final ni escenario.

Soy de nadie, de las brumas,
de las calles desiertas, las puertas abiertas.
Soy del sol, de los rayos violetas,
del germen de la infancia,
del ladrón de semillas de vida.
Girasol.
Del agua de lluvia,
de los copos que cuajan en mis mejillas.
Soy de éste, de ese, de aquel,
de quien nunca me espera,
de quien busca preguntas huérfanas.
Soy de ayer,
de este preciso instante,
...eterno...,
de un nostálgico mañana.
Soy de la sal y el azúcar de lágrimas congeladas.
Del regazo de mi madre,
de algún dios, vivo, en la distancia,
de la iglesia abandonada
y del burdel que envejeció la esquina
de aquella calle sin luz.

Soy la eterna enamorada.

martes, 1 de enero de 2013

Libertad

Al borde del abismo de esta nueva era
pensé en lo inevitable del destino,
en lo imprevisible del futuro...
y en esa pequeña franja entre la inevitabilidad y la imprevisibilidad
me hallé, inconmensurablemente Libre.