miércoles, 8 de agosto de 2012

Caprichos para violín y cuerpo


O "Elucubraciones nocturnas sobre cómo Ara se enamoró de la danza"...

Desde que me lo regaló a los ocho años, mi padre me decía que tenía una relación tan intensa con mi violín que jamás amaría a una mujer. 
En ese momento, no sé si sabía menos del amor o de las mujeres. Me limitaba a llevar de periplo a mi fiel compañero, amoldarme a sus curvas y tomármelo a juego. Reía a carcajadas, saltaba y me revolvía sobre sus notas. Lo tocaba con una y otra mano, sentado, de rodillas o boca abajo. Convertía  en armonía los sabores, colores y texturas del Líbano. 

Con el tiempo, hemos ido migrando de un lugar a otro. Hemos conocido el tango, el jazz, el flamenco, la cámara, el canto bereber, gitano, y oriental. 

Este amigo tiene una armadura de arce, pero esconde un alma humana. Y cada vez me pesa más sobre el hombro izquierdo. Hemos mantenido una relación, digamos, asimétrica. Él tiene más de 300 años y permanece impasible frente al paso del tiempo. Yo rozo los cuarenta y me surcan el rostro las primeras arrugas. A veces pensaba si sería lo bastante bueno para él, me veía como  un instrumento circunstancial  que él empleaba para expresarse.  He sentido tantos celos.... ¡malditos celos! De sus antiguos dueños, de los que estén por llegar. Me he comportado como un amante atormentado. Me levantaba intranquilo por las mañanas y me acostaba mirándolo por el rabillo del ojo.  Quería empaparlo de todo lo que soy, condensar mi mundo en sus acordes. Yo y mi violín, por España, Inglaterra, Alemania, Argentina, Nueva York o Taiwan. Todos los lugares tenían un nexo común, un público generoso y un nicho de sabiduría. Sin embargo, cada vez que interpretaba una melodía, sentía las notas vagando por el vacío.

Hace unos meses apareció, mientras ensayaba. Debió de confundirse de estudio y no me importó. Acababa de comenzar a interpretar el capricho nº 24 de Pagagnini y tenía los dedos agarrotados por el frío. Ella iba descalza, con unas mallas negras ajustadas. Tenía una mirada muy profunda. Sentí como escrutaba mis notas, cómo interrogaba a mi violín, cómo se embebía en sus calados, cómo el alma se le enrollaba alrededor de los tobillos, los muslos, las caderas, la cintura, el dorso, el reverso, el cuello, los brazos... Comenzó a moverse con tanta naturalidad que sentí toda la fuerza del Universo condensada en ese instante. Tocaba el infierno con la planta a de los pies y las alturas con la punta de los dedos. 

Desde entonces, supe que no volveríamos a separarnos. Mi violín se ha hecho corpóreo, su cuerpo acústico. Y mi música, se ha transformado en Amor.