sábado, 28 de abril de 2012

Engalanada alienación

Hoy me he dado el día libre. De 8 am a 8 pm. Hasta las clases de baile. Quiero ver la lluvia caer. Es una de mis joyas cotidianas. Mirar la lluvia desde la ventana. Me limpia.

He decidido inventarme una enfermedad profesional: el “rechazo alienatorio”. Es un germen de súbita aparición que se manifiesta el día menos pensado, en el momento en que el despertador te arrastra hacia el abismo rutinario, mas consigues anclarte justo al borde, te haces consciente de que eres, y estas, y decides ser, y estar, simple, llana y contundentemente. Y no me resulta nada fácil combatir esta enfermedad, porque paradójicamente me hace sentir más sana que nunca.

Aprendí el significado profundo de la palabra alienación estudiando a Marx y Engels. En ese momento, resultaba mucho más visual, más fácil de asimilar... cualquiera se imaginaba al proletario en la fábrica, de 8 am a 8 am, cubierto de hollín, manipulando, una tras otra, piezas por millares, repitiendo los mismos movimientos a la misma velocidad, hasta la extenuación, y llevándose a casa los cuartos para unos panes, unas papas, y quién sabe si una botella de aguardiente de la marca más económica.

Sin embargo, nosotros tenemos un grave problema de forma: nuestra alienación está engalanada, cubierta de tintes y adornos, como esos del Corte Inglés.  Escaleras mecánicas rodeadas de luces fosforencentes, carteles luminosos, veloces vagones, espaciosos despachos, comedores con amplia variedad de platos (¡incluso de comida dietética!), y  placebos contra la flaqueza, de primas y bonus, spas y cruceros... y así estamos, como ovejitas en Disneyladia, que el ser y estar dan una especie de cargo de conciencia, crean una especie de vacío existencial... que preferimos encubrirlos a base de  consumir..., o de ahorrar... ¡o deber!.


Resulta verdaderamente difícil bajar de este tiovivo de feria desangelada, pues sin apenas advertirlo nos estamos anulando como capital humano. Ya no caminamos con nuestra pluma, nuestro carboncillo bajo el brazo, hemos perdido la indivudualidad en el peor sentido de la palabra. Lo que nos da sentido de pertenencia es precisamente lo que menos nos pertenece. Nos sobrepasa. ¿Contra quién rebelarse: el jefe de la empresa, el dirigente político, el dueño del banco, el billete de un dólar? Nuestra alienación, además de engalanarse, se ha corporativizado.

Así, me sorprendo al topar con personas genuinas, que buscan su sitio en una posibilidad más allá de la combinación de ceros y decimales. Siempre las veo un poco desorientadas, sin rumbo fijo, la mirada perdida, dando palos de ciego con una espada de luz, sin saber a quién se enfrentan. Apartando rastrojos, bajando de los ascensores, saltando las escaleras, complicándose el camino...

Yo sólo sé que no quiero una recta de cemento, sino un sendero que vaya floreciendo a mi paso. Sin embargo, me encuentro en una continua encrucijada, contracorriente en la medida en que todo se ha convertido en ajeno, constante, concreto, tangible, rápido, útil, cotidiano y global.

Como decía el otro día la columna de Manuel Vicent, “ya no se escriben versos sobre la Luna porque se ha viajado a la Luna de verdad, la filosofía es la materia oscura de la física cuántica, la biología molecular ha desvelado el misterio de la vida, la poesía está en la química y si no hay novelas ni teatro es porque la ficción es ya la propia conciencia de estar vivos formando parte de las estrellas”.

Por eso a veces, en pleno proceso febril y atormentado de desalienación enajenatoria, me hallo, ¡oh insensata!, mirando a las alturas, haciéndome preguntas, desvelando misterios o escribiendo sonetos. 


Empiezo a hacerme a la idea. Mi enfermedad es de las que no tienen cura.

jueves, 19 de abril de 2012

Puesto de papas

Lo he rescatado de la correspondencia que intercambiaba en 2009 y me ha parecido bastante entrañable... sobre todo me he reido de mi acitud occidentaloide y "croce rossina", que es para pegarme un par de h... pero bueno, al menos parece que algo vamos avanzando...( y por cierto, posteriormente me enteré de que las papas costaban 10, ¡vivan los prejuicios!).

Aquel chico pasaba la tarde en la puerta del hospital, sentado en una silla de plástico rojo, con sus bolsas de papas sobre las rodillas, en el interior de una caja de madera. No era de esos vendedores chillones que anuncian su producto a todo pulmón hasta increpar a los viandantes, quienes alguna que otra vez nos sentíamos casi obligados a adquirir un material que, en la mayoría de las  ocasiones, ni siquiera nos interesaba. Él no. Él era silencioso. Incluso pasaría por mudo. Siempre lo recuerdo callado, sentado, impasible. Contra viento y marea. Me recordaba a un compañero que teníamos en la facultad. No era atractivo. Siempre habíamos pensado que estaba un poco enfermo: cara redonda, ojeras prominentes, labios gruesos, una especie de piel descamada, como de pez, poco pelo, ojos hundidos, orejas de soplillo... un rostro de niño adulto, de anciano niño.

Y allí estaba, como de costumbre, el hermano pequeño de nuestro compañero, al otro lado del charco, y allí estaba yo también, a su lado, fumándome un pitillo como tantas tardes en que me quedaba a estudiar en la biblioteca. Allí estaba, de nuevo, con mi pijama verde de quirófano de dos tallas más, mi bata entre blanca y beige, mi fonendo en el bolsillo, mi alta estatura, mi pelo largo y enmarañado, mi rostro pálido, mi nariz afilada y mis ojos color miel. Ni tacón, ni maquillaje, ni laca de uñas. Una mujer un tanto peculiar en aquel ambiente de doctores impecables y pacientes desgarbados. Allí estaba, en la puerta, decidida a comprar de nuevo una bolsa de Doritos. Siempre igual, despotricando en contra del capitalismo e incapaz de acercarme a ese niño tan especial que vendía sus papas caseras a medio metro de mí. 

Nunca entendí la razón, pero siempre sentí que una infranqueable barrera nos separaba. Una barrera invisible de miedo y prejuicios mutuos me apartaba de aquella multitud de bajos recursos con necesidad de atención hospitalaria, casi siempre de urgencia, arremolinada e inquieta ante la puerta del Hospital Civil. Yo, doctora, europea, güera, fumadora de tabaco en bolsa, era tan distinta a todas aquellas personas, siempre dolidas, algo perdidas y apesadumbradas... su forma de escrutarme a veces me reconfortaba, a veces me intrigaba, me inquietaba, pero sobre todo me hería, el peso de su mirada se posaba sobre mis hombros como una carga casi imposible de soportar ... y no podía evitar un punzante complejo de culpabilidad y una enorme responsabilidad ante aquella situación. Me sentía distante, ajena, incómoda, ¿cómo podría hacerles entender que yo era como ellos, que quería estar con ellos, darme a ellos, que mi imagen sólo era el resultado de mis circunstancias vitales? 

Repentinamente, un fugaz pensamiento cruzó mi mente: atreverme por fin a comprarle las papas a aquel niño sería una buena forma de romper nuestras barreras. 
Me acerqué (hace mucho tiempo que no recuerdo haber estado tan nerviosa, me recorrió esa especie de gusanillo de las primeras citas adolescentes). "Buenas tardes, ¿me das unas patatas por favor?" Dije patatas, no papas, me delaté desde el primer momento, aunque incluso antes de hablar mi apariencia extranjera resultaba obvia. Respondió con indiferencia: "¿Grandes o chicas?". "Chicas, por favor". Con mucha tranquilidad, casi perezosamente, agarró el bote de salsa picante que también guardaba entre las piernas y se dispuso a rociarlo sobre la bolsa. "No les pongas salsa, así están bien. Gracias". Sonreí. Ni me miró. Dejó el bote en la caja. Me tendió la pequeña bolsa de papas. "Son diez pesos". ¿Diez pesos?, pensé. ¿Cómo que diez pesos por cuatro patatas?, seguro que me ha visto cara de europea y me quiere cobrar de más, encima con esa indiferencia... ¡qué se habrá creído el niño este!... pero qué le voy a hacer... Sin hacer ningún tipo de comentario le di los diez pesos. Siguió mirando al frente, impasible. Su actitud me decepcionó sobremanera ¿por qué me había hecho sentir así?, yo sólo quería romper barreras... le habría dado con gusto quince o veinte pesos, eso no me importaba en absoluto... había creído que mi acercamiento le agradaría, le conmovería incluso... ¿Por qué?, ¿por qué creer algo así?, ¿por qué creer que soy especial, que iba a hacer más feliz a ese niño con acercarme y platicar?... y lo cierto es que quería platicar... incluso ser su amiga. ¿Por qué me tratas así si sólo quiero ser tu amiga? Tus papas ni siquiera son caseras, te habrán llenado esas bolsas en cualquier surtidor de papas para vendedores ambulantes propiedad de algún español o gringo semifeudal, te habrán cobrado un pico por esas tristes papas que vendes para alimentar verdadermente a nuestro injusto sistema económico. 

Empecé a comer las papas compulsivamente, me encendí otro cigarrillo, lo fumé deprisa, ansiosa, casi con asco. Me arrepentí mucho de haber pensado de aquel modo y haberme sentido así. He de reconocer que me había herido el orgullo. Todo estaba dentro de mí. El niño no tenía la culpa de nada ni había hecho nada malo. 

Necesitaba redimirme de algún modo. Terminé las papas. Y el cigarro. Decidí acercarme de nuevo a su improvisado puesto ambulante. "¿Me das otras papas?". No me preguntó el tamaño, no las roció de salsa, apenas se dignó a mirarme... "Cinco pesos". Lo sabía. La vez anterior me había cobrado de más. Le di diez pesos. "Te los puedes quedar", le dije. Agarré mis papas con fuerza. No tenía hambre. Cuando estaba a punto de darme la vuelta me inquirió: "Señora, agarre su cambio". Una moneda de cinco pesos titilaba entre sus dedos. Ni una propina me permitió, ni una deuda con el capitalismo, el niño del puesto de papas empleaba la picaresca, pero no aceptaba limosnas, no necesitaba limosnas, y menos de extranjeros. Me hizo tragarme mi orgullo, el poquito que me quedaba, y acercar mi mano para depositar sobre ella esa insignificante moneda de cinco pesos, que me cayó como un yunque. 

Al marchar, se dirigió hacia mí el del puesto de panes: "Señora, ¿no gusta unos panecillos recién horneados?, hay diferentes, de cajeta, de canela... cuatro a diez pesos". 

Esa noche cené panes y papas, con la mirada fija en el horizonte y una punzada en el corazón.

jueves, 12 de abril de 2012

Jueves de Pas, Domingo de Resconorio

 

Fue un instante tal vez, prolongado, quiescente, una foto en moviviento, un lacónico suspiro suspendido en el murmullo de los árboles. 

Días que parecían segundos, segundos que parecían siglos. La eternidad vertida sobre la linde como un cántaro en un arroyuelo.

Fue un trago de vida despojada de ambages, un rostro sin maquillar, un atuendo sólo para quitar el frío.
Leña por carbón, carbón por ceniza, ceniza por luz eterna. 

Astros incandescentes.



Y un descubrir, de pura naturalidad,

cuando la lluvia seca las lágrimas,
cuando el viento arrasa las fronteras,
cuando el frío propicia las caricias,
cuando el cielo refleja la tierra,
cuando el verde subyace al ocre,
cuando el silencio deja escuchar el alma,
cuando el hambre se sacia con abrazos,
cuando el barro limpia nuestras huellas,
cuando el fuego reaviva los sentidos,
cuando la pavesa es el metal más valioso,


que el otro es mi reflejo,
que todo es Bueno,
que todo es Puro,
que todo es Uno.


Y no hay grito, ni quejido, ni remedio mágico. No hay barreras ni horizontes al fondo del valle de Luena.


Sino simplemente,

Ser.