Recuerdo
a mi padre hablándome de la conquista del Estado de Bienestar. Íbamos
caminando bajo la lluvia al borde de la bahía y todos los paseantes
parecían sosegados. Tenía unos diez años y pensaba en lo tedioso de haber
nacido princesa.
Recuerdo sentir la sangre estancada, una suerte de añoranza de lo nunca vivido, una incómodamente apacible sensación de mecerme entre algodones.
Recuerdo sentir la sangre estancada, una suerte de añoranza de lo nunca vivido, una incómodamente apacible sensación de mecerme entre algodones.
A
los quince mi universo comenzó a expandirse. Recuerdo mi sorpresa al
descubrir que pertenecía a ese 1% que engullía los recursos del otro
99%. Visualizaba un enorme abismo entre ellos y nosotros. Lloraba ante las imágenes del televisor y las cifras de
niños fallecidos por inanición.
Desarrollé un perturbador complejo de culpabilidadad y un frustrante sentido de la responsabilidad. Quería hacer algo y no sabía cómo acercarme.
Desarrollé un perturbador complejo de culpabilidadad y un frustrante sentido de la responsabilidad. Quería hacer algo y no sabía cómo acercarme.
A
los veinte empecé a advertir que el vuelo de una mariposa en el
Pacífico me pellizcaba los cachetes y que mi pestañeo azotaba el
desierto del Sahara. Me convertí en ciudadana del mundo, parte de un
Todo, cohabitante y corresponsable, reo y verdugo. Se tambalearon mis
cimientos y se disiparon mis complejos.
También dejé de caminar entre algodones. La senda se transformó en polvareda, en grava, en lodo, en caucho, en asfalto. Comenzaron a edificarse muros a mi paso, que a veces perforaba urdiendo sesudos planes y otras traspasaba con la energía del espíritu. Algunos parecían infranqueables.
También dejé de caminar entre algodones. La senda se transformó en polvareda, en grava, en lodo, en caucho, en asfalto. Comenzaron a edificarse muros a mi paso, que a veces perforaba urdiendo sesudos planes y otras traspasaba con la energía del espíritu. Algunos parecían infranqueables.
A
los veinticinco, ayer, como quien dice, el mundo se había convertido un
torbellino. Ví como una ráfaga arrasaba de raíz nuestros campos de
algodón. Vi como el Sur se acercaba al Norte. Vi cómo las distancias ya
no eran geográficas. Vi los mismos rostros, el mismo hedor a hiel, en la
parada del metro, en el bar de la esquina, en la sala de espera. Vi
medrar ingresos y agrandarse deudas.Vi cómo nuestro Sistema se
tambaleaba completo. Y yo que siempre lo había respetado tanto, yo que
era un engranaje perfecto del sinsentido.
Empecé a hacerme preguntas incómodas todas las noches, a escuchar rugir a las entrañas de mi nevera, a contener la ira frente a la nómina, a golpear los cajeros automáticos o rasgar los carteles de propaganda.
Empecé a hacerme preguntas incómodas todas las noches, a escuchar rugir a las entrañas de mi nevera, a contener la ira frente a la nómina, a golpear los cajeros automáticos o rasgar los carteles de propaganda.
Hace
unos días fui abofeteada por primera vez. Yo, que nunca he roto un
plato. Entonces, ya no vi, ni pensé, ni creí, ni sentí. Viví en carne
propia. Y lo asenté todo de un plumazo. Volaron algodones, larvas y
mariposas. Mordimos polvo, grava, lodo, caucho, asfalto. Supongo que
aquellos no eran precisamente ciudadanos ejemplares, pero representaban a
nuestras instituciones y tendrían por tanto plena impunidad. Y no eran
ellos siquiera, era una bofetada tan incorpórea como real.
Viví
cómo lo absurdo, lo injusto y lo oscuro pueden convertirse en bofetada y
cómo lo cuerdo, lo inocente y lo inmaculado pueden convertirse en
mejilla.
Y eso fue bueno.
Me
alegro de ese jarro de agua fría. Me alegro de ese olor a bilis negra.
Me alegro de haber conocido a un buen puñado de Guerreros de la Luz. Me
alegro de que el sinsentido común fuese pisoteado por el sentir común,
porque esa es la prueba de que somos capaces de derribar muros.
Ahora albergo plena fe en la Humanidad.
Aunque supongo que todavía soy muy joven.