lunes, 16 de enero de 2012

Tránsito

Y así, regreso a mi pequeña villa, donde sin embargo, desde mi partida, mi familia también me es ajena, donde mi vida se  ha cubierto con un velo polvoriento como el de los muebles antiguos, donde mi horizonte es tan limitado que puede rozase con la punta de los dedos, donde la arena del mar y la nieve de las montañas se dan la mano, donde se adhiere otro hedor, esta vez de cotidianidad trillada, de parsimonia insufrible, de absoluta previsibilidad, de la misma lluvia sobre los mismos muros en las mismas aceras, tan grises, tan tristes y tan vacías. Entonces necesito un tren, necesito un libro, y un suspiro, necesito ver la sierra en el horizonte desde mi minúscula terraza de Ginzo de Limia.
Al hacer memoria, advierto que esa sensación me ha acompañado siempre. Desde niña, exploraba los horizontes de todos los libros de mi estantería, soñaba el olor del verano y la tierra mojada y los campos de trigo, calles abarrotadas, inmensos oceános o áridos desiertos. A medida que pasaban los años, necesitaba más y más trenes, más y más libros, más y más suspiros, más leguas, una gama más amplia de colores y texturas, más cielo, más luz, montañas más altas, sueños en otro idioma, el clamor de otros pueblos, el sudor de otros tactos. Siempre he amado sentirme extranjera, transitoria, sentirme de paso, ávida e inconstante, rodeada de novedades, de desmesura, de cifras y letras incandescentes, con un  afán ostentoso de lucro socio emocional o antropo energético. 


Advierto que he disfrutado sólo el tren, el proceso, ese instante de mudar de piel, la muerte de mi yo antiguo y la resurrección de un supuesto nuevo yo..., porque los quería ser todos, dueña y esclava, mísera y derrochadora, cándida y atroz, monja y puta, hombre y mujer. Y vivir, tal vez, sí, como aquel funambulista, desafiando las alturas y la gravedad, bordeando esa delgada línea entre el destierro y la adoración, el éxito rotundo y el más absoluto de los fracasos, diferenciando apenas el avance de un artista precavido, de paso en firme, y un temerario intrínsecamente suicida.
Parezco destinada al regocijo de sentirme de ninguna parte. El apego carboniza mis raíces y el vuelo congela mis alas. Albergo un miedo irracional al dinero, a la estabilidad, a la propiedad, al estancamiento. Me da vértigo el candor del hogar a media noche, los niños en la cama, el funcionariado, las firmas, los sellos y los contratos. Odio el ladrillo, odio el yeso, odio el metal, incluso la madera. Adoro el vertiginoso ritmo de los chirriantes vagones, el vapor de la combustión de la cabina de un tren a todo gas, el trotar de los caballos, la vertiginosa corriente de agua deslizándose por la ladera de la montaña más alta, las estelas formadas por un velero en un mar bravo, el tropiezo de las letras sobre un papel en blanco, y que mis dedos me conduzcan en un viaje de vocablos, sin punto de partida ni punto de destino.
En este mismo instante, de nuevo entre el bullicio, un alto en el camino. Acabo de encontrarme probando un cigarrillo que me sabe a México, una cerveza que me sabe a Bélgica y unos snacks que me saben a adolescencia, imagino otro tren que me sabe a gloria, y exhalo un suspiro que me sabe a ti. Con el corazón en un puño y bajo el efecto de varios estupefacientes, me observo a través de la ventana de mi tren imaginario, como si me despidiese de una potencial nueva Laura desde la estación.  Y pues, ¿qué es mi vida en calma? la de una indefinida mujer, continuamente exaltada, continuamente apesadumbrada, continuamente incontinua, risa y llanto, soledad y atosigamiento, agotamiento y parsimonia, un rebosar de abulia enajenatoria. Es en estos momentos, cuando me desnudo, cuando me decido, cuando me establezco, cuando me dirijo, cuando intento controlarme, cuando necesito un tren, y un libro, y un suspiro... es en estos momentos cuando advierto nítidamente lo que en el fondo siempre he sabido: que sólo el tránsito me apacigua.

Verbalización

Esto mio.
Es un esfuerzo voraz. De subsistencia.

Olfateo. Atisbo. Busco. Rozo. Araño. Desgarro encarnizada.
Siento apenas.

Espero. Prorrogo. Insisto. Paciente. Exhausta. Desisto.
Inclemente respuesta.

Callo. Digo. Miento. Canto. Aúllo. Desgarro encarnizada.

Persigo. Abarco. Suelto. Pierdo. Destierro en el Olvido.
Tropiezo. Caigo. Lloro. Desempolvo. Mudo. Muto. Desgarro encarnizada.

Mas me quiero.
Viviendo. A trompicones.
Desafiando el don de la palabra.
Gravitatoria y volátil.
Musitando incongruencias.
Mendigando.
Frecuentando esquinas pesarosas.
Esto no es lo mio. Admito. Desgarro encarnizada.

Me tuerzo. Me amarro. Embisto. Me enquisto.
Reniego.
Levanto la cabeza.
Me fortalezco. Asiendo. Vestigios obsoletos.
Suspiro. Vocablos silenciosos. Desgarro encarnizada.

Luzco. Alucino. Exhorto. Aborto.
Escupo. Expulso. Escarbo. Entierro. 
Hondo. Escondo. Camuflo. Maquillo. 
Vegeto. Floto. Seco. Soplo. Muerto.

Apago.

Resucito.

Al fin.
Comienzo. 

domingo, 15 de enero de 2012

Una herida cada vez más profunda

La brecha económica entre ricos y pobres alcanza su mayor nivel en treinta años acentuada por la crisis global. 
El reciente informe de la OCDE constatando una tendencia de aumento progresivo  y generalizado de las desigualdades sociales entre sus países miembros nos ha caído como un jarro de agua fría y ha echado sal sobre nuestras viejas heridas. A decir verdad, esta situación era ya fácilmente deducible para cualquier mente espabilada, basta con salir a la calle, soslayar los periódicos, analizar las reglas del mercado y sopesar los principales discursos políticos. Como inevitable consecuencia, un choque tectónico a pleno rendimiento esta abriendo una brecha de forma implacable, afectando por igual a países industrializados y en vías de desarrollo,  incluso más acentuadamente en este segundo grupo. El propio presidente de los Estados Unidos, Barak Obama, expuso un ilustrativo ejemplo al declarar que “el consejero delegado de una empresa, que unas décadas antes ganaba 30 veces más que su empleado, hoy gana 110 veces más”.
Este tipo de situaciones, cada vez mas acentuadas, cada vez mas flagrantes, nos hacen plantearnos seriamente cuál va a ser el devenir futuro no sólo de la economía sino de nuestra estructura social. ¿Cómo puede ser posible que en muchos sectores se estén beneficiando de la crisis económica mientras aumenta el desempleo y vemos mermado nuestro poder adquisitivo casi minuto a minuto?, ¿estamos condenados a vivir entre un Norte precario y un Sur esclavizado? Verdaderamente, la idea que subyace a esta falacia economicista es mucho más compleja de la que se nos intenta inyectar. Digamos las cosas como son: a la brecha económica se le unen otras de tipo político, ideológico, social, cultural, tecnológico y generacional.
Es innegable que nos encontramos ante una época de extremos, en la que a las diferencias interregionales se unen unas cada vez más marcadas inequidades intrarregionales. Por lo tanto, las barreras pasan de ser físico-políticas a convertirse en un prisma de innumerables caras en que los mundos se superponen y se confunden, en que cada ciudadano se expone a circunstancias diversas e interrelacionadas y que convierte la solución al problema en una ecuación cada vez más difícil de resolver.
Podemos enumerar varias causas que expliquen esta situación. En primer lugar, la globalización de la economía, lejos de unificar los mercados y repartir bienes, servicios y retribuciones de forma equitativa, trae como consecuencia la condensación de los beneficios del aumento de la productividad en los individuos de mayor cualificación. En segundo lugar,  la innovación tecnológica, en el momento en que se produce, acarrea la aparición de una inevitable inequidad entre quienes pueden y no pueden adquirirla, requiriendo además en numerosas ocasiones una formación especializada para su manejo, lo que la deja fuera del alcance de gran parte de la población. Finalmente, las instituciones, las decisiones políticas y las herramientas de regulación ejercen un papel crucial pues pueden incidir sobre las reglas del mercado, apaciguar tendencias, distribuir la renta entre los ciudadanos y hacer transferencias a fondos de acción social. Desgraciadamente, la pujante presión de quien ostenta en la sombra el verdadero poder económico impide que políticas más justas y equitativas puedan ser llevadas a cabo.
En este sentido, la actual crisis económica ha actuado como el perfecto catalizador de una reacción explosiva, convirtiendo a banqueros, empresarios, decisores políticos y líderes sindicales en actores de una pantomima casi insultante, convirtiendo las bolsas en un campo de batalla y la acción de inversores en un expolio nacional, convirtiendo a la dignidad en moneda de cambio, a la moneda en una entelequia, a la reputación en un eufemismo, al Estado (y por ende el conjunto de la ciudadanía) en un salvavidas desgastado en medio de un lodazal y a nuestras arcas públicas en una vaca enferma con los senos vacíos y a punto de sufrir una histerectomía. Así, 47 millones de ciudadanos asistimos impotentes a esta función satírica y magmática, viendo como los pilares fundamentales de nuestro Estado de Bienestar se tambalean y nos recortan hasta el carnet de identidad.
Sin embargo, aún queda un atisbo de esperanza. Está demostrado que las sociedades con menores índices de desigualdad aumentan su calidad de vida, seguridad, bienestar y salud. El aseguramiento de las prestaciones sociales fundamentales, así como el acceso a la educación y sanidad públicas de calidad actuarían como argamasa perfecta entre estas placas tectónicas. Y para ello, miremos un poquito más hacia nosotros mismos, seamos nosotros más sinceros, más cuidadosos, más justos, más igualitarios, más libres y más felices, apelemos a la responsabilidad ciudadana, pidamos transparencia, inmiscuyámonos en la agenda política aunque sólo sea en una animada charla de café de mediodía, seamos nosotros ejemplares con nuestros hábitos, nuestras conductas y  nuestras cifras, cocinémonos la política, la economía y la culturalidad en el interior de nuestras cocinas, seamos críticos, seamos ciudadanos, con todo su peso, todas sus letras, el poder y la responsabilidad que dicho cargo conllevan. Y sobre todo, no permitamos que nos hagan entender como privilegios lo que son en realidad derechos fundamentales.