domingo, 18 de diciembre de 2011

De Durban, Marazuela y otros asuntos


A comienzos de semana arrancaba la Conferencia de Durban y pongamos que me asaltó un terrible complejo de culpabilidad. Este año he debido de dejar una huella ecológica de tres pares de narices. Decidí redimirme in extremis y marcharme al pueblo de mis abuelos, en mi Segovia natal, durante el acueducto de la Constitución. Además, necesitaba un cambio de aires, el ritmo vertiginoso de esta ciudad y su complejo de inmediatización estaban empezando a darme náuseas.
El proceso de transporte fue cuanto menos curioso. Otra pequeña metáfora. Tomé el metro a toda prisa a Chamartín, donde enlacé con un AVE que en menos de 30 minutos me depositó en la terminal de la eterna amante de Antonio Machado y un autobús urbano que me dejó arrodiallada a los pies del acueducto. Allí comencé a preguntar por los utilitarios de la Castilla profunda. Desde ese momento, no fue tarea fácil. La frecuencia de los mismos ha descendido considerablemente, por mi pueblo hace años que no pasa ningún medio de transporte, sólo dos veces al día lo hacen en el núcleo activo más cercano, a unos 12 kilómetros. Después de tres horas de espera me planté en Santamaría la Real de Nieva, donde decidí dejarme caer por el bar y comprobar si algún lugareño tenía previsto pasar cerca de mi pueblo. Dio la casualidad de que encontré a un conocido que vive en el pueblo de al lado, y había traído la Vespino, “la de mi padre”. Era la primera que se había visto por los alrededores, recuerdo que de pequeños todos lo envidiábamos porque era el único que andaba en moto. El resto nos conformábamos con las bicicletas recicladas de nuestros primos mayores. ¡Y cuanto me gustaba mi bici roja! “Me cuesta arrancar a la Vespi, pero ahí va tirando”. Después de media hora de conversación trivial pero fresca y reconfortante, “así que en los madriles, ¿ya no te gusta el mar?”, “tú es que eras mu lista, y ya se sabe…”, “yo sigo con mi padre, el campo no da pa’ mucho, pero se vive bien”, “a ver si te veo pa’ la fiesta chica, que siempre andas de pingo”, acabé llegando en su moto renqueante. “Yo iba a Villoslada, pero si quieres te bajo donde tu abuelo”. Le pedí que me dejara en el camino, quería pasear por los campos de trigo, como cuando era pequeña y corríamos ilusionados a lo alto de la colina para ver el atardecer, con un par de bocadillos de chorizo y de queso con membrillo.
Así que llegué al pueblo a patita con petate. Ya se hacía de noche. Estaba desierto, sólo sonaba el doblar de las campanas de la iglesia acompasado con el latir de mi corazón. Ni un alma. La casa de mis abuelos tenía las puertas abiertas, como siempre, y estaba tan fría… Puse un poco de leña para encender la gloria, iba a pasar la semana en la única habitación caldeada del hogar. Sentí el reconfortante aroma de la soledad de aquella estancia, de autenticidad un poco encarcelada, cerrada a cal y canto  a las tentaciones de nuestro neocapitalismo. Me llamaron la atención los objetos antiguos, soportando con elegancia  el paso del tiempo, impertérritos. Hacía tanto tiempo que no iba al pueblo, pensaba que era una fase ya superada, un sueño de infancia sin trascendencia más allá de esa inocencia pueril. Ahora quería  el algarabío, el ruido ensordecedor, lo desconocido, cuanto más lejano y más alto… pero ahí estaban mis raíces, y de alguna extraña forma se me hacía más lejano y más alto que mi propia vida, como si ya nada de aquello me perteneciera, como si lo hubiera leído en una de mis novelas. “Nada ha cambiado en veinte años, pero esta también soy yo. ¿O era yo?”. Mi abuelo tenía un bote lleno de puntas enderezadas de antes de irse a pasar el invierno a Santander y una cajita llena de nueces. Habría sacudido el árbol con su vara antes de marcharse. “Aquí no se tira ni un clavo”. En la habitación de la abuela Juana seguía la cuna de madera que meció a mi abuela, a mis tías e incluso a mí durante mi primer verano de existencia. Sintonicé el transistor con el que escuchaban las noticias del frente, los partes diarios y la radio-novela. “Todavía funciona”. A mí se me estropeó el iPod dos meses después de comprarlo. Todo estaba como siempre. Las mismas alfombras, los mismos cuadros, las mismas sábanas, esas mantas pesadas, enjutas y polvorientas. ¡Qué bien huele esta casa, a historia reconcentrada! Allí estaba todo, como siempre. Como si se hubiera parado el reloj en el siglo pasado. Como un reducto inconquistado por el hambriento nuevo milenio que nos arrastra de forma voraz. Aquí todo estaba impoluto a la par que polvoriento, (¿qué opinaría Kioto de todo esto?). “Aquí el tiempo pasa más despacio”. 
Recordé muchas de las historias que me contaban mis abuelos, de aquel tiempo, como que él no se casó con la de Gemenuño por no pagar la costumbre, cuando venía el del oraganillo los días de guateque, y si bailabas dos veces con la misma comenzaban las murmuraciones, y los tirones de orejas en la escuela, y un vestido nuevo de color verde, y los días de cocido y de potaje y de sopas de ajo. Y de menos cocido, y de menos potaje y más sopas de ajo. La fiesta de la matanza, el cochinillo del 15 de agosto. Si se podía. Y el sembrar, y el labrar, y el segar, y la cosecha y la paja amontoná, y las sobras de los cerdos y la leche recién ordeñada de la Rosario. Y las puertas carreteras, y el tractor al que siempre faltaba alguna pieza, y las manos negras de mi abuelo de tanto hurgar en su caja de herramientas, y la pasada, y el “sobrao”, y la cija, y el barrujo, y los troncos resecos, y cuando perdió el ojo cortando leña, y cuando perdió el anillo de casado sacando el agua del pozo. Y el primer televisor, que también funciona aún, y el primer 600. Y cuando falló la cosecha, y se fue de taxista a Madrid, la casa en la gran ciudad. Y más tarde, llegó Maastricht, y se arregló la cosecha, con la subvención, y un poco de aquí y un poco de allá, y lo que le va es la tierra, y los chicos ya están criaos. Y volvió al campo, y de la pensión, y el campo, y enderezar las puntas, ir al melonar, y a la huerta, y a las eras, y arreglar la cija, y amontonar barrujo, y encender la gloria, y secar los chorizos, y unas sopas de leche, y longaniza y queso con membrillo, y regar los tiestos de la entrada, y escuchar las noticias en Radio Nacional, se iba pasando el tiempo. Despacito. Despacito.
Y el parte semanal, al hablar con los hijos, con el R-14, con el Audi T-3, con el 4 por 4, con los palos de golf, y con la hipoteca, y las horas extra, y el estrés de la empresa, y el Macintosh a plazos. Y la hija va a Francia, y la nieta va a México. Voces, en otro idioma. Y el pequeño y su guitarra eléctrica, y la niña y sus vestidos de baile, y todo le queda feo o se pasa de moda. Moda, ¿qué es eso de moda? Reflexiono sobre qué pensarían mis abuelos de esas nuevas costumbres, de esas nuevas necesidades autoinyectables y autoinyectadas en nuestro ADN.  Me reía de la misma forma cuando mi abuela me decía que no encontraría un novio si leía más que él, que con su advertencia de que no hay que gastar más de lo que se tiene. ¡Menuda tontería! Resultaba tan obvio. Pero ahora entiendo mejor la forma en que se reían del mundo a la vez que se lamentaban. Ahí los tienes, mientras los hijos estudiaron, y los nietos hicieron másters en el extranjero, ellos nos dan, en silencio y de a poquito, una lección de vida y buen hacer sin más vagaje que el sudor de su frente, y los tirones de orejas de la escuela, y las pesetas que les proporcionaba cada espiga de trigo. Y cada cosa vale el esfuerzo que supone. Ahí están, con la esperanza de vida más alta de Europa y la frente bien alta. Posiblemente habrían sido los mejores embajadores de una cumbre internacional sobre sostenibilidad. Me he emocionado mientras me caliento junto a la lumbre baja, recordando como a una de mis primas se le saltaban las lágrimas al confesarme que cuando le contó al abuelo que se le acababa el paro y no podía pagar el alquiler,  le mandó ir a su cuarto, le dio una ristra de chorizo que se había oreado ya, unos botes de tomate de la huerta conservados al baño maría y un par de billetes de 10.000 pesetas que había sacado de debajo del colchón. “Tranquila hija, aquí nunca falta de nada”.

domingo, 11 de diciembre de 2011

no existes


No existes.
Como el vientosoplando  entre las palmeras.
No existes.
Como el renglón torcido al borde del papel.
No existes.
Como el llanto apagado en la almohada.
No existes.
Como tu roce ahogado en el océano.
No existes.
Como yo. Que tampoco existo.
Como el ser, estar.
No existes.
Como mi amor.
No existes.
No insistas.
Como el ayer que nunca llegará.

A solas con nuestros miembros


Últimamente pienso en vergas más de lo acostumbado. Tranquilo, no es una desmedida obsesión sexual, sino más bien pura reflexión, la constatación de que el sexo constituye una metáfora paradigmática del mundo y de la vida.

Resulta curioso analizar la relación de los hombres y mujeres con sus partes pudendas, y cómo dicha relación puede responder a patrones sociales o culturales; cómo parecemos proyectar nuestros sueños, anhelos, desvelos o frustraciones sobre nuestros miembros erógenos. Por ejemplo yo, últimamente, he empezado a masturbarme con mayor frecuencia. ¿A qué lo achaco?, podría enumerar una retahíla de razones que no llegarían a dar una visión profunda y fidedigna de mi problemática, como que llevo una buena temporada sin establecer un contacto íntimo, que tengo un potencial sexual que se me escapa por los poros, que soy sexy por naturaleza y aún no he llegado a satisfacer plenamente mis necesidades ni a explotar suficientemente mis cualidades amatorias. Y todo eso es cierto, pero sólo una parte de un constructo muchísimo más complejo. A decir verdad, mi relación con el sexo constituye una perfecta metáfora de mi relación con el mundo: potencialmente intensa, inestable, incongruente, insatisfactoria, incompleta, inconformista y en ocasiones llevada al extremo, ¿liberal?, más bien yo diría que ambigua. Dolorosa y necesaria. Imposible dentro de su factibilidad. Mayoritariamente individual. Autofrustrante y autofrustrada (persigo lo que confío en no poder alcanzar y desdeño lo que tengo al alcance). Dicotómica (el sexo y el amor sólo en ocasiones han ido de la mano… he mezclado con sexo muchas emociones y lo he despojado a la vez de toda pulsión hasta asemejarlo al vacío de mi alma). Paradójica y extrañamente feliz. A veces un poco aditiva. Y para mi edad, bastante poco explotada. 
 
El caso es que esta tarde leí un literalmente desgarrador reportaje sobre el Congo en el País Semanal, que me dio pie a la pequeña reflexión que comienzo tras esta introducción testimonial. Cito literalmente a nuestro arrogante colega Vargas Llosa: “El principal problema del Congo son las violaciones” (valiente afirmación, si bien profundiando en el término podría estar de acuerdo: pobreza, injusticia, desigualdad… ¿no son violaciones en si mismas?). Pero continuemos: “Matan a más mujeres que el cólera, la fiebre amarilla y la malaria juntas. Cada bando, facción o grupo rebelde, incluido el ejercito, donde encuentra a una mujer de procedencia enemiga, la viola. Mejor dicho, la violan, dos, cinco, diez hombres… aquí el sexo no tiene nada que ver con el placer (¿dónde lo tiene?), sino con el odio. Es una forma de humillar, de desmoralizar al adversario (…) A este consultorio llegan mujeres y niñas violadas con bastones, ramas, cuchillos o bayonetas”.

Este constituye sólo un pequeño ejemplo de cómo el sexo se despega del miembro erógeno, se inserta en el subconsciente y proyecta los claroscuros de una civilización. Pienso en los desgarradores testimonios sobre prácticas generalizadas en varios países africanos, en los burdeles de Camboya, de la India o de Brasil, pienso en el tráfico, comercio y explotación humana, en el uso del sexo como moneda de cambio y generadora de riqueza, en cómo el sexo incluso cotiza en bolsa, cómo sus argucias se cuelan por los recovecos de cualquier estamento social, cómo mueve más recursos, más lágrimas, más furia y mayor candidez que ninguna otra práctica…cómo en este concreto caso el hombre proyecta su odio, su frustración y su desesperanza sobre un miembro erecto y cargado de vástagos envenenados dispuestos a disparar dardos de hiel, a matar risas y juventudes, a asolar los sueños de sus congéneres. Esa interacción, asombrosamente primaria, asombrosamente brutal, no puede menos que ponerme los pelos de punta. Me estremece hasta las entrañas. Sin embargo, habéis de perdonarme, pero de una extraña manera, admito que sangrienta, cruel, desmesurada… también rezuma vida. A raudales. Alimenta mi intrínseco masoquismo estructural. Siento chorros de vida incandescente, abrumadora, fluyendo estrepitosa por las entrañas de víctimas y verdugos. Siento pronunciar estas palabras, pero tenía que liberarme. Porque lo he visto esta tarde. Los veo, al otro lado del mundo, rozando el cielo al borde del infierno.

Y ahora miro a nuestra triste, a nuestra fría, a nuestra dormida y obsoleta Europa, y no puedo menos que establecer una analogía con la anécdota que me aconteció la semana pasada, ascendiendo a media noche en mi ascensor luminoso y metalizado de teclado digital, a mi caldeada morada, con un acompañante que creí mi vecino pero se había colado sigilosamente en mi portal. Vivo en el piso número 13, mala suerte; él, pongamos que no recordaba el suyo. Empecé a ponerme nerviosa al advertir cierto tono de irritación ocular y una marcada midriasis, que combinaba con una mirada escrutante y fija en mi persona, y un ademán extraño en los bajos del pantalón. Parecía haber ingerido algún tipo de estupefaciente. Al bajar la mirada, topé con su miembro viril exhibido, evaginándose de su indumentaria. ¡Qué bella estampa!, tenía frente a mí un estandarte de la perversión y la degradacíon, y yo que llevaba semanas deseando sexo. Sin emabargo, no era uno de esos miembros extraordinariamente irrigados de las películas triple X, dispuestos a arrollar al enemigo, a embestir con fiereza o a proporcionar placer de forma fogosa. No. El triste individuo exhibía una verga decrépita, una ciruelita pasa que sacudía frustrado con un par de dedos. “Sólo déjame mirarte y hacerme una paja”, fue lo único que me dijo. Me dio risa, me dio asco … incluso un poco de pena. Respiré hondo, me hice a un lado, pulsé el botón de salida y le dejé con su ardua tarea en solitario. El incidente no pasó de lo puramente testimonial, pero mi noche transcurrió con la imagen de aquel hombre a solas con su verga… y no es que hubiera deseado teñir la penosa escena de violencia o desenfreno para sentirme un poquito más viva, no. Simplemente, lo consideré la culminación del proceso de antisocialización occidental que concluye con con la más absoluta isolación del individuo, frustrado ante su miembro flácido y estableciendo una invisible barrera con su interlocutor (aunque esta sea una mujer atractiva)… asumí que no iba a tocarme, que no iba a hacerme daño, que entre él y yo se había edificado un muro de contención constriuido a base de ausencia de valores sociales, de individualismo y futilidad, de décadas de desintegración, materialismo, apresuramiento, inmediatez y frustración final ante nuestras actuales circunstancias… bastante tenía el pobre con intentar conseguir una posición ligeramente más erguida que  cubriese en parte su innegable vergüenza.
 
Entonces pensé en mí, en esa cama, demasiado grande y demasiado fría, en esta ciudad, demasiado grande y demasiado fría, pensé en mi individuaismo y mi futilidad, mi desintegración acentuada desde mi vuelta del Sur, mi materialismo, mi apresuramiento, mi inmediatez, mi frustración... y acabé igualmente sacudiendo mi miembro con un par de dedos y sin obtener placer alguno. 

Lo triste es que, en el fondo, así estamos tantos y tantos, tantas luces dispersas por la ciudad a altas horas de la madrugada: con el buche lleno, la calefacción encendida, los armarios repletos, los niños dormidos, el mundo aparentemente a nuestros pies, mas, por una o varias razones, a solas con nuestros miembros.